El aumento del salario mínimo para 2026 reavivó el debate económico tras comparaciones con el caso venezolano de 2011. Analistas advierten riesgos inflacionarios, mientras el Gobierno defiende el ajuste como un avance hacia el salario mínimo vital.
El incremento del 23,7 % al salario mínimo para 2026, definido por el presidente Gustavo Petro, provocó una reacción inmediata en el debate público. En redes sociales, particularmente en X, analistas y críticos recordaron el antecedente venezolano de 2011, cuando el entonces presidente Hugo Chávez decretó un aumento salarial del 30 %, seguido —según registros económicos— por una inflación anual del 27,6 %.
Ese episodio es citado como punto de partida de un deterioro progresivo. En los años siguientes, Venezuela registró inflaciones superiores al 20 % en 2012, del 56 % en 2013 y, a partir de 2017, entró en una etapa de hiperinflación que terminó por desdibujar el poder adquisitivo de los salarios y profundizar una crisis económica y social de gran escala.
El recuerdo de ese proceso reapareció justo después de que el Gobierno colombiano confirmara que el salario mínimo pasará de 1,42 millones de pesos a 1.750.905 pesos, y que, con el auxilio de transporte, el ingreso mensual mínimo alcanzará los 2 millones. Para el presidente Petro, la decisión responde a su propuesta de un “salario mínimo vital”, orientado a garantizar condiciones de vida dignas y a dinamizar la economía popular.
Sin embargo, sectores críticos han utilizado la comparación con Venezuela para advertir sobre posibles presiones inflacionarias y efectos adversos sobre el empleo formal. El señalamiento cobra relevancia en un contexto en el que la informalidad laboral en Colombia supera el 55 % y el número de trabajadores asalariados con ingresos iguales o superiores al mínimo ha venido disminuyendo, de acuerdo con cifras oficiales del Dane.
Economistas han señalado que el impacto real del aumento dependerá de múltiples factores. Entre ellos, destacan la evolución de la productividad, el comportamiento de los precios, la disciplina fiscal y la capacidad del Estado para evitar que el mayor ingreso nominal se diluya rápidamente, como ocurrió en el caso venezolano. Para algunos analistas, el aumento puede tener efectos positivos si se acompaña de políticas macroeconómicas coherentes; para otros, el riesgo sigue latente.
Desde el Gobierno, la respuesta ha sido insistir en que el contexto colombiano es distinto. La administración sostiene que la estabilidad macroeconómica, el manejo monetario y la estructura productiva del país no son comparables con los de Venezuela en la década pasada, y que el aumento tendrá un impacto real en el bienestar de los hogares que devengan el mínimo.
Más allá del debate macroeconómico, también surgieron cuestionamientos sobre a quién beneficia realmente la medida. La directora del Departamento de Derecho Laboral de la Universidad Javeriana, Juliana Morad Acero, recordó que solo el 17 % de los trabajadores colombianos gana un salario mínimo, lo que implica que el 83 % no recibe directamente el incremento decretado.
Morad añadió que, pese a las grandes alzas registradas en la última década, la proporción de personas que gana menos del mínimo se mantiene prácticamente igual. Según explicó, el salario mínimo equivale hoy a cerca del 90 % del salario medio, no porque el mínimo sea alto, sino porque el ingreso promedio del país es bajo, lo que encarece la formalidad debido a que la seguridad social se liquida sobre ese piso salarial.
La académica también subrayó que en la negociación del salario mínimo no están representados los trabajadores informales y que las centrales sindicales agrupan apenas al 3,9 % de la fuerza laboral. Además, recordó que el 85 % de las empresas del país son micro, pequeñas y medianas, sobre las que recae buena parte del impacto del aumento.
A este escenario se suma la reciente reforma laboral, que incrementó los recargos dominicales y amplió el horario nocturno desde las 7:00 p. m., factores que, según expertos, elevan los costos laborales. Para Morad, subir salarios es una política de distribución válida, pero no puede presentarse como la única respuesta a los problemas estructurales del mercado laboral colombiano.
Mientras el Gobierno defiende la medida como un avance en dignidad y justicia social, el país entra ahora en una discusión más amplia sobre sostenibilidad económica, empleo e inflación. El debate, avivado por el antecedente histórico venezolano, apenas comienza.
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